La inseguridad alimentaria es mucho más que una consecuencia de la guerra: es una herramienta de control y sufrimiento. Durante décadas, enfrentamientos étnicos, luchas internas por el poder e intervenciones extranjeras devastaron la agricultura y convertido a los alimentos en un bien escaso, y profundamente vinculado al conflicto. Desde abril de 2023, y en medio de los enfrentamientos entre las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), el acceso a los alimentos se transformó en una estratégica, tanto como recurso vital como arma del conflicto mismo.
Más de la mitad de la población de Sudán, unos 25 millones de personas, enfrenta niveles críticos de hambruna, la más grave jamás registrada en el país. Agricultores, desesperados, tuvieron que recurrir a comer las semillas destinadas a su propia siembra, mientras que en otras regiones desplazados tuvieron que vender sus pertenencias personales, solo para conseguir algo de comida. Estas escenas nos recuerdan crudamente que la guerra no sólo destruye vidas, sino que también priva a las personas de sus derechos humanos más básicos: la alimentación. Sin embargo, la falta de acceso a los alimentos no es una consecuencia desafortunada del conflicto, sino una estrategia calculada para debilitar y desplazar a las comunidades, incluso con la intención de borrarlas étnicamente.
Las consecuencias de estas políticas van más allá de simples incidentes aislados. Se vinculan con la destrucción deliberada de infraestructura civil, como carreteras y mercados, lo que dificulta las cadenas de suministro y el funcionamiento de los sistemas de distribución de alimentos. Según la Organización Internacional para las Migraciones, más de 10,9 millones de sudaneses fueron desplazados internamente hasta septiembre de 2024. Por ejemplo, uno de los campamentos de desplazados más grandes de Sudán, en Zamzam, hogar de más de medio millón personas, vive una crisis de la ya creciente inseguridad alimentaria, con escasa asistencia disponible para las familias, y ya agotados todos los recursos disponibles.
La misma desesperación afecta a las agencias de asistencia humanitaria, que enfrentan obstáculos para entregar suministros esenciales. Los dos grupos beligerantes obstruyen el paso de ayuda humanitaria a las zonas que no controlan. Las autoridades sudanesas prohibieron la entrada de convoyes de alimentos y asistencia en regiones como Kordofán y Darfur, mientras las ONG intentan buscar rutas alternativas. En paralelo, la RSF y sus milicias saquean centros de ayuda, impidiendo que cualquier tipo de asistencia llegue a las personas en situación más crítica. En Jartum, más de una docena de distritos están sitiados, dejando a miles de personas atrapadas sin acceso a alimentos, agua y electricidad, al borde de un colapso humanitario.
Dado que la hambruna en Sudán, y en otros conflictos armados de la región, es un acto intencionado y no un simple efecto de la guerra, se necesita responsabilizar a los actores de estos crímenes y fortalecer los mecanismos internacionales de rendición de cuentas. Esto incluye sanciones, enjuiciamientos y presión internacional para evitar que los alimentos y la infraestructura civil sigan siendo usados como armas de guerra. Como comunidad internacional, es vital reflexionar: ¿cómo podemos asegurarnos de que la inseguridad alimentaria no sea nunca más un arma para devastar a una población?
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